10 de marzo del 2022. Salgo del trabajo, aproximadamente a las 4 de la tarde. Llego al centro comercial más cercano. Entro y me dirijo de inmediato a una tienda departamental. Está casi vacío. Enfilo hacia el área de tecnología, en particular al área de los videojuegos. Recorro con la vista todos los discos disponibles, sin encontrar mi objetivo. Empiezo a entristecerme. Antes de irme, doy un último vistazo. Ahí está, recién puesto. Lo pido y pago por él (corro con suerte, tenía descuento).
Lo admiro mientras camino hacia al auto. Al sentarme, lo pongo casi religiosamente en el asiento del copiloto. Arranco hacia mi casa. En cada semáforo que paro, me pongo a revisar la parte trasera de la caja. Llego a mi hogar e inserto el disco en mi consola. Mientras se actualiza, hago un poco de ejercicio, pues sé que al sentarme a jugar no pararé en toda la noche.
Termino el juego, me meto a bañar y salgo, ya listo para empezar el juego. Lo inicio. Ya vi todo lo relativo al título antes de que fuera lanzado, por lo que ya sé que clase usaré. Observo la cinemática inicial como quien observa su película favorita. Empieza la partida. Muero en 2 ocasiones (una más estúpida que la otra). Llego al tutorial y lo completo sin tardanza. Me voy hacia la primera puerta grande. Ahí está, el mundo abierto en el que me perderé durante más de 100 horas. Donde lloraré de emoción y me frustraré. Donde redescubriré mi amor por los videojuegos.
Este fue mi primer acercamiento a Elden Ring.
Esta no pretende ser una reseña, ya que, por más que lo intente, ninguno de mis acercamientos a este título lograban hacerle justicia a todo lo que me hacía sentir. Por lo que hoy intentaré algo distinto. Intentaré describir el infinito amor y la verdadera pasión que siento por Elden Ring, la última obra de From Software y que, para mi, ya se ha posicionado entre mis videojuegos favoritos de todos los tiempos.
He sido seguidor de la compañía desde el lanzamiento de Dark Souls 3, y desde entonces he probado todos los souls-born posibles: desde Dark Souls 1 hasta el desafiante Sekiro. Incluso llegué a probar otros juegos de este estilo, aunque ninguno me ha llegado a parecer tan perfecto como lo es la principal saga de From Software.
Desde su anuncio, he esperado el lanzamiento de Elden Ring como quien espera para ver a su banda favorita en un concierto. Pese a no ser un fan del trabajo de R. R. Martin, me intriga el ver como fusionará su estilo de escritura con los mundos creados por el equipo de Hidetaka Miyazaki, que ya me habían fascinado en el ya mencionado Dark Souls 3.
Tras haber visto todo lo relacionado con el juego antes de su lanzamiento, así como un montón de gameplays y de guías tras el lanzamiento del mismo, al fin pude comprarlo, una semana después de su estreno. Empecé con la clase de “Héroe”, con el objetivo de escalar todo con la estadística de fuerza, como ya es costumbre para mi en los juegos de este estilo.
Y claro, empecé mi recorrido. Entraba en cada lugar que veía, me enfrentaba a cada enemigo que podía y, obviamente, moría una y otra vez. Esto me fascinaba. Derrotaba jefes, uno tras otro. Estos me encantaban. Amaba cada uno de sus diseños y de sus historias, incluyendo las cinemáticas que me presentaban a los que alguna vez fueron los dioses y semidioses que dominaban las tierras intermedias antes de ser corrompidos por su misma grandeza.
Pero, pese a gustarme todos ellos, algo no terminaba de encajarme. Me sentía extraño, puesto que no creía que este juego fuera a gustarme tanto como lo hace ahora. Sin embargo, llegó algo. O, mejor dicho, alguien.
El enfrentamiento con el primer jefe grande del juego, es decir “Godrick, el Injertado”, está rodeado de un aura desoladora. Sus esbirros están cansados y hartos de él. Le obedecen por puro miedo a lo que pueda hacerles este desgastado monstruo, que parece salido de las pesadillas menos crueles de Lovecraft. Una pelea sencilla y pequeña, que define a la perfección el estado actual de este semidiós.
Y entonces, tras pensar mucho en este jefe, llegó alguien. Alguien a quien nunca voy a olvidar. Me adentro en Caelid, la tierra infestada por la podredumbre. Me dirijo a un castillo donde se ubica Radahn, un jefe que se menciona mucho en redes sociales. Me preparo para algo similar a Godrick. Pero, cuando llego, suena música. Los enemigos son fuertes y llevan su uniforme con orgullo. Hay bestias poderosas alrededor.
Me acerco al área del clímax. Veo NPCs rodeándome: desde el carismático Alexander hasta el misterioso Blaidd. Todos ellos escuchando atentos al mismo anunciador que yo escucho. Con grandilocuencia y un espíritu fuerte, anuncia una batalla enorme. Yo no espero mucho, pero la atmósfera me atrapa. No puedo golpearlo, pues su trabajo simplemente es prepararme para el gran enemigo que enfrentaré. Me narra su historia: la historia de un gran guerrero, versado en el combate y en la magia, con una armadura dorada y montado en su fiel corcel. Al fin, me enfrento contra “Radahn, Azote de Estrellas”. Y el resto, es historia.
La única vez que logré sentir esta sensación fue cuando empecé a explorar las tierras del mojave en Fallout: New Vegas. Esta sensación de haber descubierto tu pintura favorita; tu comida predilecta; la canción de tu boda; la película de tu vida.
Este, señoras y señores, es el sentimiento que tengo por Elden Ring. Un videojuego que no es perfecto y al cual le vendrían bien unos cuantos cambios. Pero un videojuego que, pese a llevar más de 100 horas, ya he jugado con 4 diferentes formas de juego. Tras terminar este texto, volveré al juego para empezar mi quinta partida, esta vez utilizando encantamientos de fuego.
Esta es una forma extraña de volver a escribir tras un bloqueo creativo horrible. Pero si he de decir algo es esto: le doy gracias a Miyazaki por permitirme jugar un videojuego hermoso, que jugaré mínimo una vez al año por el resto de mi vida. El videojuego que me inspiró a escribir de nuevo. Este, es el amor que siento por Elden Ring.